Los amores que te debo...
Introduce aquí el subtítular
Los amores que te debo...
Una nueva edición para todos los lectores:
¿De cuántos amores consta una vida?
¿uno? ¿tres? ¿ninguno?
Para Izan, cada mujer de su vida había significado una obra en papel, pero a veces tenía la sensación de que siempre era la misma persona.
Vive su historia y la de sus escritos, los amores que marcaron su corazón, y descubre la relación que existe entre un dólar y una promesa...
Así comienza...
buenas tardes, ¿puedo sentarme?» ni el correspondiente «no gracias, prefiero estar solo». En aquella ocasión se limitó a sentarse en la silla y mirarle con los ojos bien fijos en los de él.
—¿Pero qué se ha creído, jovencita? ¿Acaso no sabe usted lo que es la educación?
—Soy mucho más educada que usted.
—¿Cómo? ¡Serás maleducada!
—Usted sí que es un maleducado.
—¿Pero cómo se atreve a...?
—¡Que se calle! ¡Estoy hablando yo! —La chica gritó con tal autoridad que la clientela dirigió las miradas hacia la pequeña mesa junto a la ventana—. Llevo seis meses, una vez por semana, viniendo a este lugar a intentar hablar con usted, y ni tan siquiera se ha dignado a invitarme a que me siente. ¡Eso...! Eso es ser maleducado y grosero.
—Jovencita, le dije el primer día, y el segundo, y un tercero, y un cuarto, y así hasta hoy que no concedo entrevistas.
—¡Pues hoy sí! —Dejó caer su bloc en la mesa.
—Que se lo ha creído usted, señorita.
—¡Oh!, sí que lo hará. Me lo he ganado.
—¿Por pesada?
—Por constante.
—Le vuelvo a repetir. No concedo entrevistas. A nadie. Nunca.
—Solo quiero conocer su historia. No se publicará si usted no quiere.
—No quiero ni contársela —sonreía mientras hacía una pausa— ni que la publique.
—Me la va a contar porque ahora tengo algo que usted quiere.
—No tiene nada que yo pueda querer. —La curiosidad comenzó a apoderarse de él—. Pero venga, dígame de qué se trata.
La joven metió su mano en el bolso y sacó una pequeña caja de madera, la dejó con cuidado encima de la mesa y la empujó con suavidad hasta que se deslizó hasta él.
—¿Una caja de los chinos?
—Ábrala.
El escritor asió la caja con una mano y con la otra la abrió muy despacio mientras sonreía. Movió ligeramente la cabeza en señal de incredulidad. De pronto, su sonrisa acabó siendo una boca medio abierta y los ojos como platos.
—Pero... pero... —No conseguía continuar la más mínima frase.
—Es de mi madre.
—¿De tu madre? —Ahora la miraba con gesto serio y sorprendido.
—Ella fue la que me dijo hace seis meses que le encontraría aquí, y que tenía algo que contarme sobre su vida. Por eso he venido todas las semanas.
—¿Y por qué no lo trajiste antes?
—Porque no sabía, ni sé, nada de eso, me la dio hace unos días. Me dijo que con esto hablaría conmigo. Así que... espero que me cuente.
—No puedo creerlo... —La forma de decirlo sonó tan profunda que a ella le pareció muy real. Esa barrera, que siempre hubo entre ellos, había caído cual muro de Berlín—. No sabía que eras hija de Ara.
—Sí, y ahora me gustaría saber por qué conoce a mi madre, y qué es eso que me tiene que contar.
—¿Por qué no ha venido ella misma? En verdad sería a ella a quien debería contárselo.
—Solo me ha dicho que usted lo entendería.
—Está bien. —Tomó con sus dedos lo que había en el interior de la caja y después de sacarlo lo colocó sobre la mesa. Era medio billete de dólar—. Creí que moriría sin volver a verlo.
Introdujo su mano en el bolsillo interior de su chaqueta y sacó una billetera de piel. La abrió despacio y sacó algo de ella. Dejó sobre la mesa la otra mitad del dólar. Encajaban a la perfección.
—Cada vez siento más curiosidad sobre su historia.
—Muy bien, jovencita. Preste mucha atención.
—Cuando quiera.
—¡Camarero, por favor! —gritó hacia la barra hasta que el muchacho se giró—. Dos tés, si es tan amable.
—Muchas gracias, señor Valero. —Sonrió al ver que por fin su espera terminaba.
—Llámame Izan. —Su tono había cambiado, ahora era más afable y tierno—. Cuando era un chiquillo conocí a una chica que se llamaba Araceli, pero que todo el mundo llamaba Ara.
—Mi madre...
—Algo surgió entre nosotros, pero o no supimos o no quisimos darnos cuenta hasta unos años después. Para entonces ya teníamos diecisiete años y aquel primer amor nos hizo sentir de tal forma que nos creímos los dueños de todo, que estaríamos juntos para siempre, que nada podría interponerse entre nosotros. —El camarero dejó en la mesa unas tazas de té y un platito con pastas—. Pero no era tan fácil. Nunca caí bien al padre de Ara, tu abuelo, siempre me consideró un pobre diablo que no tenía donde caerme muerto, y decidió que tenían que marcharse de la ciudad, y por tanto, que nuestro amor no era posible. Imagina el dolor que sentimos en aquel momento, la impotencia al ver que el destino nos separaba. Pasamos la última noche juntos en un pequeño banco del parque, rodeados del silencio y bajo una luna llena que se dejaba ver a través de los claros de los árboles. Cuando nos separamos le dije que por la mañana mirase en el buzón, que habría algo para ella.
—Un relato.
—Exacto. Ella sabía que mi pasión era escribir, que soñaba con ser un gran escritor algún día, o si no, un afamado pintor, me daba igual una cosa que otra, y esa noche le escribí una historia de amor imposible que deseé pudiera hacerse realidad. Y de ese relato nació mi primera novela.
—Bajo la luna...