El hogar del faro

El hogar del faro

Con este pequeño relato participé en el I Certamen Fernando Martínez López, organizado por el compañero Vicente Gómez, "farero" de la librería almeriense El Faro de Recóndito. El texto fue seleccionado por el jurado para aparecer en la antología Faros en Recóndito. Espero que os guste.

EL HOGAR DEL FARO

   Eran las últimas navidades que iban a pasar juntos en aquella casa que no era solo casa. Vivir en un faro es mucho más que habitar una casa, es también ser el responsable de uno de los trabajos más antiguos y necesarios. Tantas vivencias, tantos recuerdos que se agolpaban tras aquellos muros, pero el tiempo acaba pasando más deprisa de lo que todos creen, y el tan temido día se acercaba inexorablemente. El verano estaba, como quien dice, a la vuelta de la esquina, y la mudanza final llegaría en poco más de seis meses.

   Claro que a Manuel también le dolía, ¿cómo no iba a dolerle? Había vivido allí gran parte de su vida; quizás no tanto como sus padres, que hicieron sus vidas allí desde que tenían uso de razón y mi padre se fue a vivir allí con mi madre siendo unos recién casados; pero también era parte de él, como con seguridad Manuel lo era de aquel lugar.

  —¿Estás bien, cariño?—preguntó su esposa apoyando la mano en el hombro de él—. No has dicho nada en casi una hora.

  —Sí, no te preocupes—contestó con media sonrisa—. Solo estaba pensando. Nada más.

  —No le des tantas vueltas, sabes que en el fondo ellos lo entienden.

  —No estoy seguro de que lo entiendan, yo creo que saben que nos les queda más remedio que aceptarlo. Y eso no es lo mismo.

  —Todo irá bien, cariño. Tu idea funcionará, ya lo verás. Ahora solo hay que pensar en disfrutar al máximo estas navidades, ¿vale?

  —Lo intentaremos. Lo intentaremos…

   Se acercaban a la casa de los padres de Manuel, el aroma a mar que entraba en el coche a través de los conductos de ventilación hacía que inevitablemente llegaran a su mente innumerables recuerdos de su infancia, de unos años en que reconocía, había sido muy feliz. Aquel lugar siempre sería su hogar, pese a que hace años tuviera que apartarlo para trabajar y dar forma a su propia vida lejos de allí. El coche avanzó por la zigzagueante carretera que transcurría entre colinas, barrancos, riscos, acebuches, olivos y algarrobos hasta que empezó a divisarse lo más alto del faro. Poco después fue apareciendo el resto del faro y la casa adosada a él. Habían llegado.

   El ruido del automóvil había anunciado su llegada y la pareja de ancianos estaba en el porche de la entrada esperándolos.

* * *

  —¿Sabéis algo del ayuntamiento?—preguntó Manuel a sus padres cuando estaban cómodamente sentados en las butacas y al lado del agradable fuego de la chimenea. Soltó la pregunta sin dejar de observar el crepitar de las llamas que consumían los troncos—. ¿Aún no hay fecha?

  —No hay nada confirmado, hijo—su madre fue la que tomó la palabra, su padre tan solo se limitó a mirarlo fijamente—. Le dijeron a tu padre que lo más seguro es que fuese en mayo o primeros de junio, que seguro antes del verano.

   Manuel no supo qué contestar, con su silencio creyó dejar claro que lo entendía y que poco más podía hacer. O tal vez sí. Una idea atravesó su cabeza como si cual rayo, y pese a estar convencido de que era una auténtica idiotez, cuando trató de descartarla de su mente una y otra vez, le quedó patente que no iba a conseguir librarse de ella tan a la ligera.

   Aquella idea volvió una y otra vez a lo largo de todos los días que permanecieron allí. En los desayunos estaba, en los almuerzo estaba, incluso en las meriendas y en las cenas. Cualquier conversación que mantuvo con sus padres, con su esposa, o con cualquier persona, tarde o temprano, aparecía, se dejaba ver con fuerza, sus raíces crecían y crecían en su mente como si de un abeto fuerte se tratase.

* * *

   Su madre fue la primera farera de la zona, y aunque no estaba seguro del todo, posiblemente la de todo el país, y quién sabe, igual fue la primera en el mundo entero. Su padre, por añadidura, también fue farero; sus progenitores fueron los mejores fareros que aquella bella tierra conoció. Y fueron muy felices todos aquellos años. Su vida era su trabajo, y su trabajo su vida.

   Lo malo es que todo llega a su fin, y los años no dejan de pasar, y aunque no querían, la edad de jubilarse les llegó, y aunque si por ellos fuera, hubieran seguido siendo fareros hasta la muerte, el avance tecnológico y la modernidad, finalmente les dejaba sin faro.

   Fue conocer la noticia y su mundo venirse abajo. Se volvieron algo más tristes, algo más apáticos, mucho menos felices, y aceptaron sin quererlo que tuviesen que irse a vivir con su único hijo, aquel vástago que un buen día les dijo que a él no le interesaba ser farero y que se iba a Madrid a estudiar arquitectura, el mismo que terminó la carrera y se compró una casa a las afueras de la capital, en un lugar llamado Paracuellos del Jarama. Solo les sonaba el nombre por algo relacionado con la guerra, solo habían ido un puñado de veces y les había parecido una casa en medio de un amplio terreno con vistas a un puñado de montañas y a un pequeño lago. Nada que ver con el mar. Nada que ver con el faro.

* * *

   Las navidades terminaron y ellos regresaron a Madrid. Habían pasado unas semanas muy agradables, un tanto agridulces por el futuro tan cercano que acechaba a sus padres, pero estuvieron muy a gusto. Despedirse de ellos fue lo que le rompió el corazón: sus rostros eran solo tristeza. Pero Manuel se llevó consigo aquella idea loca.

* * *

   Manuel cogió sus vacaciones en la primera quincena de junio solo por poder ir con tranquilidad a por sus padres y pasar unos días con ellos mientras fuesen aclimatándose a su nuevo hogar.

   Partieron a la mañana temprano. No hubo lágrimas, ni lamentos; sus padres se limitaron a soportar aquella situación de forma estoica, solo rota unos segundos en los que giraron de forma leve sus cabezas para mirar por última vez su faro, su hogar, y junto a él un cartel de "próximo derribo". Se había acabado.

   El trayecto se le hizo demasiado lento a Manuel, los minutos llenos de silencio pesaban como losas colocadas una encima de otra sobre su alma. Miraba a su padres y era como si hubieran comenzado a perder vida como un saco de harina al que le hubieran hecho un descosido. Rezaba en silencio para que su loca idea detuviera aquella hemorragia.

  —Estamos llegando—dijo—. ¿Os acordáis de todo esto?

  —Algo…—respondió su madre con hilillo de voz—. Hace ya varios años que no veníamos por aquí.

   El coche fue ascendiendo por la colina hasta llegar a la cumbre y dejar ver el pequeño valle con el lago. Manuel siguió conduciendo mientras miraba a su copiloto con el rabillo del ojo y a su pasajera de atrás por el retrovisor. Sus caras denotaron que la idea loca parecía funcionar: abrieron los ojos como platos, sus rostros reflejaban tanta incredulidad como alegría. Seguro pensaron que era un espejismo, o que aún dormían y soñaban, pero allí delante se erguía majestuoso su faro, su hogar. Miraron a su hijo con ternura.

  —No podía traerlo piedra por piedra…—les dijo Manuel—. Pero sí podía construir uno igual aquí. Ahora seréis los fareros de este pequeño lago, los primeros fareros de Madrid…

FIN

Fran Cazorla - Escritor  fmcazorla1@gmail.com
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